Lo que menos me apetecía hacer aquella noche era salir con mi familia al paseo marítimo. Una de las ventajas de vivir en un pueblo con mar, es que vas a la playa cuando te apetece, así que no tienes que soportar a las hordas de turistas que invaden la zona durante los meses de más calor. Pero mis padres y mi hermana habían venido a pasar unos días, y no podía negarme.
Íbamos paseando entre otros cientos de personas, deteniéndonos en los puestos que vendían casi cualquier cosa, y mirando hacia los restaurantes por si quedaba un hueco donde sentarnos a cenar. Entonces me fijé en un grupo de gente reunida en torno a algo que no podía ver, y me picó la curiosidad. Una joven hacía piruetas imposibles sobre el muro que daba paso a la arena de la playa.
Llevaba el pelo dorado recogido en una sencilla cola de caballo y jamás en mi vida había visto a nadie moverse con aquella agilidad de gimnasta olímpico, llevando unos simples shorts, una camiseta de tirantes de encaje y yendo totalmente descalza. Se detuvo por fin a recibir los aplausos del público, sin signo alguno de cansancio, más bien al contrario, exultante, sonriente, y a dedicarles alguna reverencia y entonces me vio. Sus dos turquesas se clavaron en mí, que ni siquiera estaba en primera fila. Y yo sentí que algo nuevo y maravilloso estaba a punto de sucederme.
En toda la velada no pude dejar de pensar en ella, en su tez dorada, en sus labios carnosos y en aquellos ojos que parecían querer decirme algo. Así que, una vez todos se hubieron dormido, salí de casa y me dirigí al lugar donde la había visto. No me equivoqué al pensar que estaría allí y sonreí al encontrarla sentada en la arena junto a sus sandalias, mirando el camino tembloroso dibujado por la luna al reflejarse en el negro celofán que parecía el mar.
Sin más, me senté a su lado.
-Has tardado - me dijo por todo saludo.
-Lo sé. Lo siento. – contesté como si fuera la conversación más normal del mundo.
-Tranquilo -susurró tomándome de la mano- Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa.
Me hablaba como si de verdad me conociera y me hubiera estado esperando y yo le seguí el juego totalmente intrigado dispuesto a averiguar hasta dónde iba a llegar aquello.
En una sola noche hablamos de cosas que jamás había sido capaz de contar a nadie: miedos, esperanzas, proyectos, recuerdos tristes y felices, la vida, la muerte, la soledad, el amor. El amanecer nos sorprendió aún cogidos de la mano, paseando sin rumbo por la orilla, cada uno llevando sus zapatos en la mano.
Nos detuvimos en un hueco entre unas rocas que parecía más bien una alfombra de arena y hierba dispuesta para la ocasión, y nos tumbamos a despedir al azul zafiro que daba paso al violeta de la mañana. Entonces me besó, y la besé, y antes de darnos cuenta nuestros cuerpos se habían pegado el uno al del otro como si hubiéramos estado juntos desde siempre. Su piel y mi piel se confundían sin dejar claro dónde empezaba la mía y dónde acababa la suya. Besarla fue como besar pétalos de alguna flor exótica, sentir sus ansias de mí, quedarme atrapado en el sonido de sus jadeos y sus gemidos, y mirarla a los ojos mientras ambos estallábamos de placer uno en los brazos del otro fue mágico, casi místico. Jamás había sido invadido por un torrente tal de emociones en ninguna de mis relaciones anteriores a aquel momento. Luego nos quedamos tumbados, yo sobre la arena, ella sobre mí, no recuerdo cuánto tiempo.
Cuando el sol despuntó frente a nosotros, se levantó y me abrazó.
- ¿Esta noche?
-Por supuesto - sonreí yo mientras respondía a sus besos.
Así fue como aquella criatura libre y maravillosa invadió mi vida aquel verano. No tenía casa, apenas tenía ropa, dormía bajo las estrellas y comía gracias a lo que sacaba con sus piruetas y, lo que más me atrajo de ella era su total falta de maldad. A veces creía que estaba hablando con una niña por la inocencia de sus comentarios. Comer era para ella casi algo sagrado y me habló de sus recuerdos de la primera vez que bebió agua como si hubiera tomado un elixir mágico. Nunca se quejaba del frío, del calor o del cansancio, y sonreía a menudo mostrando unos dientes blancos y perfectos. Adoraba estar entre mis brazos y eso era algo que me provocaba una sensación de plenitud que me era desconocida. No tenía apellidos, o no me los quiso decir. Solo supe que se llamaba Alma y que era libre como lo son los pájaros que vuelan buscando zonas cálidas donde vivir. No paraba quieta más de tres o cuatro meses en ningún lugar y había recorrido medio mundo sola.
Yo, meticuloso hasta límites insospechados, con los pies en la tierra, hipoteca, trabajo y coche, como buen ciudadano de a pie, con un horario para hacer cualquier cosa, y sin apenas tiempo libre para dedicarlo a lo que de verdad me entusiasmaba, me enamoré de Alma como un niño y pasé el verano bañándome desnudo en el mar, comiendo cuando tenía hambre, durmiendo abrazado a ella sobre una colcha en cualquier rincón de la playa, riendo sin parar ante sus ocurrencias, dejándome llevar por su entusiasmo, sin pensar en mi miserable vida de facturas y agendas.
-Esto es la vida, amor. Es un maravilloso regalo cada día, y una oportunidad de compartirte con quien eres feliz, de ayudar a quien lo necesita y de poner tu grano de arena para hacer de este mundo un lugar mejor. No lo olvides. Todo eso que llena tu tiempo y que crees que necesitas y te da seguridad, es algo inventado que te ata de pies y manos y acaba por no dejarte respirar. Y cuando lo descubres ya es demasiado tarde para cambiar algo, ya no puedes volver atrás.
Lo que más le gustaba comer eran las sardinas. Nunca he visto a nadie disfrutar tanto con algo tan sencillo. Y también las gambas. No bebía. Una vez tomó vino y le gustó tanto que se bebió dos copas como quien bebe agua, y se emborrachó. Debo decir que fue divertido llevarla por la cintura para que no acabara de bruces en el suelo, mientras soltaba una retahíla de palabras incomprensibles. En momentos así supe que, de vez en cuando había que estar muy atento, pues daba la impresión de que era alguien que vivía casi todo por primera vez.
Le encantaba cualquier fruta y dormir hasta que despertaba por sí misma. Si no tenía sueño, inventaba historias de ángeles que vivían entre nosotros para ayudarnos a ser felices y a descubrir que vivir plena y conscientemente es el sentido de la vida. Ángeles que dejan sus alas en un santuario imposible de encontrar por nosotros, los humanos, no porque esté muy escondido, sino porque no sabemos ver, engullidos por necesidades inventadas que nos hacen esclavos. Ángeles que adoptaban forma de niño, o de animal, o de adulto o de anciano para hacer llegar ese mensaje. Ángeles que un día, una vez hubieran tocado el alma de quienes habían venido a iluminar, tenían que volver a por sus alas para abandonar la tierra.
Me dormía escuchándola, mecido por su voz y por su risa, deseando que todo cuanto imaginaba fuera cierto y asegurándome de grabar en mi cerebro la idea de que igual la vida era simplemente eso que ella contaba, un milagro que debe transcurrir lo más apaciblemente posible, disfrutándose plenamente, dejando huella de nuestro camino por el mundo con buenas acciones.
Las vacaciones se acabaron y en septiembre volví al trabajo, pero sabiendo que la encontraría donde siempre cuando ella quisiera.
Mis días transcurrían en penosa agonía hasta que llegaba a casa, me duchaba y me iba a buscarla. Yo vivía solo, así que un día pude convencerla de que viniera a mi casa. Se pasó el rato mirando mis estanterías de libros y películas, y curioseando entre mis armarios de cocina y mi frigorífico.
-No entiendo cómo necesitas tantas cosas para comer – dijo, refiriéndose a las especias y los condimentos. Entonces se me ocurrió prepararle el estofado favorito de mi madre.
Comimos en la terraza, con una copa de vino, y volví a maravillarme ante su forma de disfrutar de lo que le había servido. Cuando vi que empezaba a pasar el dedo por el plato vacío, volví a llenarlo, pero me preocupaba que pudiera ponerse enferma. Era demasiada comida hasta para mí. Luego dormimos una siesta de la que nos despertamos de noche, y pasamos el resto de la velada haciendo el amor en mi cama, que ya nunca he vuelto a mirar con los mismos ojos porque siempre que me detengo un momento junto a ella, veo a Alma, desnuda, sonriéndome con los labios y con la mirada.
El primer día en que no salió el sol hubo una fuerte tormenta y fui en coche a buscarla para intentar que viniese a casa conmigo. No podía permitir que estuviera fuera en esas condiciones, pero no la encontré. Miré en todos los rincones bajo una lluvia digna del diluvio universal, y no apareció. Con el paso de los días, el miedo me invadió y luego fue sustituido por la certeza de que no volvería a verla. No en esta vida.
Y así un día tras otro fueron pasando los meses y los años, y jamás la volví a ver. No me quedó más remedio que seguir viviendo como pude.
Me dolió como duelen las cosas que no se pueden explicar con palabras, un clavo ardiendo incrustado en una herida que sangraba. Y empecé a pensar que quizás todas sus historias no lo fueran en realidad, y que habría vuelto a buscar sus alas después de haberme enseñado a agradecer la vida lo que yo daba por hecho.
Quizás solo era un alma libre que va y viene con el viento. Solo me consuela saber que algún día, quizás en otra vida, la volveré a ver.
©Derechos de autor. Todos los derechos reservados.
Necesitamos su consentimiento para cargar las traducciones
Utilizamos un servicio de terceros para traducir el contenido del sitio web que puede recopilar datos sobre su actividad. Por favor revise los detalles en la política de privacidad y acepte el servicio para ver las traducciones.