Para alguien que vino al mundo sin aliento, sin voz, sin llanto, el descubrimiento de las palabras es uno de los acontecimientos más maravillosos de la vida, poder hablar, la capacidad más preciada.
Para alguien que ha aprendido lo que es el amor a base de aprender primero lo que no es, alguien que arrastra sus carencias como un fantasma arrastra sus pesadas cadenas, pasando totalmente desapercibido ante los sentidos de un mundo que le es completamente ajeno, el fascinante mundo de las palabras es un consuelo.
Las palabras son lo único que queda cuando no hay un cuerpo al que abrazar, una respiración junto al oído que arrulle el alma y aplaque el corazón, una mano reposando sobre el vientre, o la cadera, que recuerde que no estás sola, que traspase de piel a piel el calor del que se ha carecido durante toda una eternidad.
Cuando alguien como yo, que soy un impulso, un latido que se desvanece, una guerrera con los bolsillos llenos de batallas perdidas, no tiene la posibilidad de susurrar al oído lo que siente por quien ama, sólo puede ponerlo por escrito, la voz que aún me está permitida, la que morirá conmigo.
Entre tanto, aquí me quedo con la única compañera fiel que pocas veces me abandona, mi más fiel amiga, mi soledad, que me recuerda que sé, ¡Dios, cómo lo sé!, que en esta estrella fugaz que es la vida, todo, absolutamente todo, es cuestión de tiempo.
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