Hasta entonces no sabía lo sola que se encuentra una cuando está en peligro, en medio de una habitación llena de gente que hace todo lo posible por salvarte la vida. Estaba muriéndome completamente sola, rodeada de gente. Se acercó una enfermera y me puso la mano alrededor de su muñeca, colocando la otra encima. Me sujeta con infinita ternura y firmeza mientras la doctora me explica que "voy a notar que muero un instante". Se me ponen los pelos de la nuca de punta.
Sin hablar, la enfermera me dice que no me va a soltar de ninguna manera, que se va a quedar y yo también, y sonríe sin poder disimular su preocupación. Mi corazón ha superado ya las doscientas pulsaciones por minuto y dos lágrimas recorren mis mejillas al pensar que llevo días sin ver a mis hijas, y que puede que no las vea nunca más. Me inyectaron la medicación y tuve la sensación de que me lanzaban desde un precipicio en caída libre. Me mareé, quise vomitar. Y de repente mi corazón se paró. Un segundo. Una eternidad. ¿Y si no arrancaba de nuevo? La enfermera me miraba expectante, mientras la doctora negaba con la cabeza mirando el monitor.
Por fin noté un latido, y supe, por la velocidad de los siguientes, que lo que me habían puesto, no había funcionado.
"Una vez más, cariño", me dijo la doctora mientras me volvían a pinchar la medicación y sentía de nuevo que me arrojaban hacia un pozo sin fondo. Los enfermeros que me habían traído en ambulancia me sujetaban las piernas porque no dejaba de convulsionar.
Entonces mi corazón se paró de nuevo y los rostros de mis hijas circularon por mi mente. "¡Por favor, por favor, por favor!" Supliqué. Y el universo me escuchó. Lo supe al ver la sonrisa de los médicos y enfermeros de la ambulancia, la de la doctora y, sobre todo, al notar la presión tan fuerte en la mano que aquella enfermera se negaba a soltar. Aquella noche aprendí el valor del contacto humano en una de las horas más terribles de la vida. Por eso lo primero que hago ante alguien que sufre o que llora, es cogerle las manos.
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