Tres veces había sonado la alarma del móvil y otras tantas la había silenciado, así que si algo era inevitable aquella mañana era que Lucas llegara tarde al trabajo. Media hora más tarde una cabeza con el pelo corto, moreno y revuelto abandonaba el calor del edredón a la par que dos largos y bien definidos brazos se estiraban al ritmo de un sonoro bostezo. Aún algo adormilado, entre abrió los ojos y vio la hora en el reloj digital sobre la mesilla de noche.
-¡Joder, joder, joder! - exclamó el joven mientras corría de la cama al baño golpeándose el pie con la silla del escritorio. El alarido quedó silenciado por el sonido del potente chorro de agua de la ducha. Al cabo de unos minutos, volvió a la habitación con una toalla alrededor de la cintura y se le ocurrió que sería más conveniente enviar un mensaje a su jefa diciendo que no se encontraba bien. Las once de la mañana no es una buena hora para llegar al trabajo.
Encendió el calefactor mientras acababa de secarse y vestirse al tiempo que le daba vueltas a lo que podía dedicar hoy el tiempo libre inesperado. "Llevaré a Sultán a dar un paseo por la playa. Allí no nos verá nadie" Como si hubiera caído de repente en la cuenta de que tenía un perro escaneó el cuarto en su busca y no lo vio. Segundos más tarde, tras varios arañazos en la puerta, la manivela cedió y el enorme pastor alemán entró y se lanzó a sus brazos entre lametones y gruñidos de alegría.
El día estaba más oscuro de lo que a él le había parecido al abrir los ojos, y una bruma espesa cubría casi todo lo que alcanzaba la vista. Nada más aparcar donde acababa el paseo marítimo, Sultán salió disparado y casi desapareció en la niebla.
-¡Sultán! - llamaba Lucas mientras intentaba vislumbrar dónde se encontraba su perro. Lo primero que divisó fue la parte más alta del faro que coronaba la zona. Segundos después, Sultán volvía corriendo por el sendero detrás de una figura femenina que reía haciéndolo saltar levantando su mano.
-¡Ten cuidado! Es un poco arisco - fue lo único que acertó a decir, a sabiendas de que su perro había dado más de un susto a algún desconocido.
-Tranquilo - contestó la chica - He tenido varios pastores alemanes. Conozco muy bien su carácter.
Y en unos segundos allí estaba, delante de él, con el perro sentado a su lado, la mujer más hermosa que Lucas había visto jamás. Piel clara, ojos casi grises, pelo corto, rubio y ensortijado y una sonrisa que enseguida le transmitió algo que no supo identificar, y que más tarde, al recordar aquel encuentro, no dudó en llamar "esperanza”. Vestía una falda larga y un chal de lana en la parte superior e iba descalza.
-Hola - dijo tendiéndole la mano - Me llamo Raquel.
-Hola, yo soy Lucas. Disculpa lo de Sultán. Ha salido lanzado y ...
-No importa. - lo interrumpió - Es precioso.
Durante unos segundos ninguno dijo nada, hasta que fue ella quien rompió el silencio:
-Un día un poco raro, ¿verdad?
-Sí. Está empezando a hacer bastante frío. Le dejaré correr un poco por la playa y nos iremos.
-No creas que soy una descarada, pero ¿te apetece un té? - preguntó señalando con la cabeza en dirección al faro.
-¿En serio? - sonrió él, sintiéndose inmediatamente atraído por la desconocida y su sonrisa blanca y sincera.
-¡Claro! Vivo ahí, en el faro.
Acto seguido, se dio la vuelta y echó a andar seguida por Sultán y su dueño, llevado por una mezcla de curiosidad y fascinación.
El faro se alzaba majestuoso justo al final del sendero por donde había venido la joven, aunque no se veía con mucha claridad debido a la niebla. Al pie del mismo y adosada, una pequeña casa de una planta, como salida de un cuento de marineros, les dio la bienvenida.
-No es muy grande – se apresuró a decir Raquel – pero es muy acogedora.
Sultán se acomodó en la alfombra del pequeño salón mientras Lucas miraba a uno y otro lado sin saber muy bien qué hacer.
-Siéntate, hombre. Voy a poner el agua a hervir.
Así que se sentó y se limitó a observar lo que le rodeaba. Alfombras, jarapas, suelo de madera y decoración marinera asaltaron su vista. Una pequeña cocina separada del salón por un arco de madera quedaba a la derecha y frente a él una puerta que Raquel le había dicho que conducía a las escaleras por donde se subía al faro.
Y llegó el té, que no sería el último pues hay personas con quienes se conecta sin motivo aparente, como si las almas se buscaran más allá del tiempo y el espacio, y Raquel fue una de ellas. Su conversación, su frescura, su risa, todo en ella invitaba a sentirse vivo, y eso era algo que Lucas venía necesitando desde hacía mucho tiempo. Nunca se le habían dado muy bien las chicas y había aceptado la idea de que no las entendía, pero con ella era diferente porque no había misterio, no había dobleces. Era tan fácil estar con ella, se sentía tan bien, que en pocos días no había ningún otro sitio en el que quisiera estar.
Después de uno de esos tés llegó el primer beso, las primeras caricias, y al fin el momento en el que se encontraban, uno dentro del otro, desnudos, moviéndose como si hubieran ensayado aquella danza carnal miles de veces en otra vida, sus cuerpos bañados en el sudor del otro, mientras fuera, las olas golpeaban el faro y la luna se empeñaba en no dejarlos del todo a oscuras. Las manos de él se aferraban a las caderas de Raquel como si temiera perderla para siempre si la soltaba y sus ojos se clavaban en los labios entreabiertos de la joven, que se movía sobre él tan dulce y tan profundamente, que Lucas creía que perdería el conocimiento cuando por fin alcanzara el clímax. En lugar de eso, los cuerpos de ambos aceleraron sus movimientos entre gemidos hasta que ella se desplomó sobre él y escondió su nariz en su cuello, mientras él se derramaba en su interior entre espasmos de placer. Para cuando sus respiraciones recuperaron cierta normalidad, Lucas había tapado los cuerpos de ambos con las mantas, y permanecieron allí abrazados toda la noche.
Él aún no había comentado nada ni a sus amigos, ni a su familia, pero todos habían notado el cambio. Ya no se le veía triste, o distraído, sino todo lo contrario, siempre encontraba un motivo para sonreír. Un mes había sido suficiente para enseñarle que había toda una vida deseando ser sentida, explorada y disfrutada al máximo. Un mes había bastado para que Lucas no hiciera un solo plan sin que Raquel estuviera presente.
Una tarde en la que el trabajo en el estudio de arquitectura le había dado una pequeña tregua, fue a recoger a Sultán, como solía hacer cuando iba a ver a Raquel, y se dirigió hacia el faro en su busca. El sendero se le antojó yermo y húmedo, como nunca lo había visto. La casa estaba cerrada a cal y canto y la luz del faro alumbraba embarcaciones lejanas. Llamó y llamó, pero nadie respondió. Y cayó en la cuenta de que no tenía ninguna otra forma de comunicarse con ella. Era así. Él iba a verla y ella lo recibía con una sonrisa y los brazos abiertos. Pensó que quizás había tenido que ir a hacer alguna gestión o algunas compras al pueblo, y se volvió caminando hasta el coche decidido a esperarla allí sentado. Se durmió sin darse cuenta mientras esperaba y cuando abrió los ojos a la mañana siguiente, volvió a llamar a la puerta de Raquel, que seguía sin contestar. Una voz femenina lo sacó de la especie de trance en que había entrado su mente imaginando todas las circunstancias que podían haber llevado a que la joven no estuviera en su casa.
-Ahí no vive nadie, joven.
Cuando se giró, se encontró con una mujer bastante mayor que venía caminando hacia él envuelta en una gabardina y un gorro de lana, ambas manos en los bolsillos para protegerse del frío casi congelado que reinaba en el ambiente.
-Vive una amiga mía. Se llama Raquel. – respondió él sin más.
La mujer negó con la cabeza.
-Ya le digo yo que no. Esa casa lleva muchos años sin habitar. Venga conmigo.
La mujer llegó hasta la puerta y abrió, entrando luego en la casa seguida por Lucas, que no daba crédito a lo que veía. No había nada salvo unos cuantos muebles viejos arrinconados junto a la chimenea tapiada y algún cuadro que aún colgaba de la pared, torcido, desafiando a la gravedad. Ni alfombras, ni lámparas, ni adornos marineros. Ni siquiera la pequeña cocina a la derecha del salón. Nada.
-¿Cómo…Cómo es posible?
-Ya le dije que aquí no ha vivido nadie en más de sesenta años. – la mujer se giró dispuesta a salir haciéndole un gesto con la mano para que la acompañara. - Todo sea que haya visto usted al fantasma del faro – añadió,
sonriendo.
-¿El fantasma del faro? – repitió él perplejo.
-Sí, señor. La casa se incendió hace muchos años y la encargada del faro, que vivía en ella, murió mientras dormía. Una mujer, rara dicen que era, medio hippie de aquellas. – la mujer parecía más bien ir hablando consigo misma mientras Lucas, abatido y desorientado, no dejaba de mirar atrás sintiendo un hueco profundo en la boca del estómago.
Un fantasma. La única vez que encuentra a la mujer de su vida y es un fantasma. Su única esperanza era que se repitieran las circunstancias que la habían traído hasta allí de nuevo, o marchar a buscarla. Decidió que empezaría a esperar lo primero, hasta que perdiera la esperanza y entonces… entonces…
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