La abuela.

LA ABUELA

No todos venimos al mismo mundo, aunque la tierra y el universo son uno sólo. Hay tantas realidades como seres vivos y mientras en un rincón de esta nuestra canica de tierra y agua flotando suavemente entre las estrellas hay quienes nacen entre sedas y oro, en otro rincón, puede que en el de al lado, otros nacen en la más absoluta miseria. Nacer en paz, o nacer en guerra, vivir de pie, o vivir de rodillas, morir dignamente o deseando jamás haber nacido. ¿Qué o quién marca la diferencia? Nos inventamos el destino para explicarlo, algunos, algo más osados, se inventaron un dios, si no varios. Si es cosa del destino, no tiene ningún sentido plantar batalla, pues todo está escrito y como está escrito todo ha de suceder. Si es cosa de un dios, o peor aún, de varios dioses, ¿cómo un insignificante mortal podría siquiera soñar con burlar lo que los dioses han previsto para él? 

Yo no recuerdo a la abuela, porque murió siendo yo aún muy pequeña, tres años tenía. Sin embargo, mi memoria lanza de vez en cuando flashes donde una mujer algo mayor baja las escaleras de una en una, sujetándose fuertemente a la barandilla por miedo a caerse. Es una mujer alta, más bien rubia, corpulenta, que lleva un vestido gris con cuadros negros y sonríe mientras camina, con la mirada alta, la sonrisa franca y la piel rosada como el pétalo de una flor. A veces veo a esta mujer sentada  a la mesa en un rincón delante de un triste plato de macarrones sin salsa, ni carne, ni nada más para acompañar, tristes macarrones blancos. Y escucho la voz de mi madre que me riñe porque le estoy pidiendo a la abuela de su plato. Y ella sonríe, y me ofrece. Con los años supe que la abuela había muerto de cáncer. Aprendí a escuchar sin aparentar prestar atención las historias sobre su triste y desdichado paso por este mundo y las fui guardando en un rincón de mi mente de donde hoy se han decidido a salir, como si de un exorcismo se tratara, como empujadas por alguna necesidad irrefrenable.

La abuela nació a principios del siglo pasado, en una época en que una parte del mundo había sobrevivido a la revolución industrial y la otra mitad aún araba los campos con bueyes y mulas. Porque una mitad del mundo siempre avanza más rauda que la otra para que haya riqueza y pobreza, bondad y maldad, lealtad y deshonor, para que unos deseen la suerte de otros y sean capaces de cualquier cosa para lograrla.

La abuela nació en una pequeña calle, estrecha y empedrada, de un pequeño pueblo, en un lugar donde al mirar por la ventana se veían campos de olivos que se extendían muchísimo más allá de dónde alcanza la vista. Interminables hileras verdes entre terrones que ofrecían el único modo de subsistir por aquel entonces en aquel lugar. Unos pocos atesoraban los campos mientras muchos simplemente los trabajaban a cambio de un salario para sobrevivir. Por entonces ya había dos Españas, una rural y pobre, además de mal repartida y otra donde la industria empezaba a florecer prometiendo igualdad de oportunidades. Donde la abuela nació todavía se lavaba en el río, o en las fuentes, si uno tenía la suerte de nacer en el pueblo y se planchaba con enormes planchas de hierro cargadas de carbón ardiendo. Fue la tercera de los hijos que su padre y su madre trajeron al mundo, y detrás de ella vinieron dos más y otro u otra que no llegó a ver la luz pues todo sucedió cuando aún estaba en las entrañas de su madre.

Ocho años tenía la abuela, sería entonces una niña rubia de enormes ojos claros pues mi madre siempre decía que tenía los ojos del color de dos bolas de gaseosa, sólo ella podía haber hecho una comparación así, y hasta las pestañas y las cejas rubias como el oro. El día en que su destino cambió, la abuela  estaría jugando en su casa con alguna muñeca de trapo que habría hecho ella misma, pues entonces los pobres no iban a la escuela y tampoco tenían juguetes de verdad, o haciendo lo poco que hubiera que hacer en la casa para ayudar a su madre, cansada de parir y criar hijos que costaba tanto trabajo mantener. Mil veces me ha contado mi madre la historia de cómo aquel día su abuela quiso ir a un pueblo vecino a comprar unas zapatillas para su hija pequeña y que para llegar a aquel lugar había que cruzar un río y si bien la barca estaba en la orilla, el barquero no apareció por ningún sitio, porque a veces las personas desaparecen justo para que las cosas sucedan como tienen que suceder. Y porque aquel barquero no estaba donde tenía que estar, la mujer aceptó el ofrecimiento de un muchacho que le dijo que había cruzado el río mil veces y que él podía llevarlas a donde iban y así no perderían el día que tanto le había costado a ella organizar para salir con la pequeña. Ya estaba en avanzado estado de gestación de aquel bebé que no nació y llevaba a la chica de la mano cuando subió en aquella barca que no tenía barquero y selló su suerte y la de todos sus hijos. Hacia la mitad del camino la barca volcó y el Guadalquivir se apropió de la vida de todos sus ocupantes. El cuerpo sin vida de la niña lo encontraron más tarde, y no hubiera aparecido de no ser porque atrancó un molino y éste dejó de funcionar, y así la encontraron, mojada y magullada como una muñeca rota. Mi abuela se lo contó a mi madre, y mi madre me lo ha contado mí desde que puedo recordar y conforme se va haciendo mayor, me lo cuenta más a menudo, como hacen todas las personas mayores con sus historias cada vez que alguien les presta un minuto de atención.

El marido, mi bisabuelo, enloqueció cuando supo lo que le había pasado a su mujer y a su hija, y a su bebé que ya no iba a nacer. Y así fue como la pequeña rubia de ocho años no tuvo más remedio que comportarse como una mujer y hacer todo lo posible por sacar a su familia adelante. El hombre se dio a la bebida para no tener que pensar en lo que iba a hacer solo y con tres niños en el mundo a los que no podía mantener. Los pequeños pedían limosna por las casas y a veces tenían la suerte de que alguna vecina les trajera un plato de sopa caliente para que pudieran pasar el día con algo en el estómago. Luego cazaban pájaros y conejos que vendían a los señoritos del pueblo mientras estaban en la plaza debatiendo sobre sus tierras y sus negocios. Estos mismos les mandaban a lo que llamaban la casa de la perra gorda precisamente a por una perra gorda, la moneda de la época, con la que poder al menos comer.

          El tiempo no fue pasando porque el tiempo nunca pasa, somos las personas las que vamos pasando por el mundo desde que nacemos hasta que morimos y dejamos sitio para los que vendrán después. Y la abuela se convirtió en una joven de catorce años que poco a poco se fue quedando sola pues sus hermanos se marcharon y su padre murió, borracho y medio loco. Entonces conoció a Pablo, y debió parecerle que eso era el amor, porque no tardó mucho en marcharse con él a vivir a otro pueblo y respirar otro aire lejos de aquel lugar donde su destino cambió. De cómo el abuelo la enamoró nunca se supo, porque Pablo era tosco y egoísta, y nunca hacía nada que no le reportara beneficio ni tenía una palabra o un gesto amable para con ella. Alguna palabra bonita debió decirle alguna vez para que ella pensara que él era el hombre con quien estaba destinada a compartir sus días. Tal vez fuera su tez blanca y sus ojos verdes. O quizás fuera la soledad la que le empujó a querer a un hombre que jamás dio muestras de que el sentimiento era mutuo. Mi madre solía decir que su padre sólo había tenido palabras amables para su hija pequeña, Manuela, que era igual que él, y que ella solía mirar desde un rincón cómo la sentaba en sus rodillas y le contaba cuentos y la abrazaba, como nunca había hecho con ella ni con su otra hermana. Pero eso es otra historia.

Si en algún momento la abuela pensó que su vida iba a mejorar a partir del momento en que unió su destino al de su marido, se equivocaba. Porque hay personas que no han nacido para conocer la felicidad y cuyas vidas transcurren de desdicha en desdicha con intervalos de cierta normalidad desde que entran en este nuestro mundo hasta que se van. Y si en algún momento le pareció que era una desgracia no poder darle pronto hijos a su marido era porque no sabía lo que el destino le deparaba. Los hijos tardaron en llegar, pero llegaron y trajeron consigo tristezas antiguas que creía olvidadas.

Al principio Pablo y su mujer vivieron en el pueblo, hasta que llegaron los años oscuros de la Guerra Civil. El abuelo fue reclutado por el bando republicano y no tuvo más remedio que marcharse al frente. Mi madre siempre me contaba que una vez el abuelo y su hermano coincidieron en el campo de batalla, uno frente a otro, y pudieron esquivarse para no acabar matándose. Cuando la guerra terminó y el abuelo volvió a casa, empezaron los ajustes de cuentas de un bando contra otro. Porque en la guerras no hay vencedores ni vencidos, sino hombres convertidos en soldados en contra de su voluntad que jamás han matado ni a una mosca antes de tener que disparar a un semejante. Hombres condenados al campo de batalla para satisfacer la codicia de unos cuantos. Una mañana un grupo de estos hombres vinieron a buscar a Pablo a su casa y quiso la suerte, el destino o algún dios que uno de los señoritos más ricos del pueblo pasara por la calle, porque a veces las personas aparecen para que las cosas sucedan justo como tienen que suceder, y les viera aporrear su puerta. Les preguntó qué hacían allí, como si no supiera de qué se trataba cuando era algo que venía sucediendo a diario desde que ganaron los nacionales. Los hombres le dijeron que venían a “darle el paseo a Pablo”, refiriéndose al trayecto que recorrían los que iban a ser fusilados en la plaza desde sus casas hasta su destino final. El hombre se llevó las manos a la cabeza y les dijo que Pablo era el más trabajador y más honesto de los hombres del pueblo y que si pretendían llevarle a dar el paseo, más les valdría empezar con él. Los otros no tuvieron más remedio que marcharse. Pero la abuela lo había visto todo desde la ventana, sintiendo un miedo atroz ante la idea de que su marido hubiera vuelto vivo de la guerra sólo para acabar siendo fusilado en la plaza del pueblo. Así como nadie supo nunca de sus lágrimas cuando perdió a su madre, tampoco nadie supo de aquel miedo. Cuando los hombres que habían venido a buscar a su marido se marcharon y el señorito siguió su camino, ella respiró profundamente y fue a despertarle para contarle lo sucedido. 

Pero aunque el abuelo pudo burlar a la muerte en aquella ocasión, no pudo librarse de ir a un campo de concentración de una población que estaba a medio día andando de distancia y su madre lo sabía muy bien pues lo recorría a diario para ir a llevarle de comer evitando así que muriera de hambre y cayera en una de las zanjas que los presos del campo estaban obligados a cavar de sol a sol. Muchos hombres que habían entrado allí sanos y fuertes como robles ya habían sufrido ese cruel destino, y ella se negaba a que su hijo fuera uno más. Así que, como la abuela estaba recién parida y la hemorragia que sufrió no la dejaba ponerse en pie, la madre del abuelo iba y venía todos los días a aquel campo de concentración para llevarle a su hijo cualquier cosa que hubiera podido conseguir para comer, ya fuera pan y agua, o algún caldo que hubiera logrado cocinar matando alguna gallina de las que criaba en el corral. A la abuela no le subía la leche porque no tenía qué comer y no paraba de sangrar, así que su suegra no tuvo más remedio que sacrificar su última gallina para cocer un caldo con que alimentarla. Mi madre dice que a los dos vasos de caldo la leche subió como por arte de magia. 

Después de mi madre, que fue la mayor de todos, nació otra niña, Juana, y después de ésta llegó Ángela. Ángela porque era pequeña, rosada y tenía tirabuzones rubios como una muñeca de porcelana. Ángela porque parecía un ángel y como un ángel vino y se marchó. Por entonces la abuela ya vivía en el campo, aunque antes había vivido en el pueblo. Una señora le ofreció cuidar de sus campos y su cortijo a cambio de no tener que preocuparse por cómo mantener a su pequeña familia, y ella aceptó. Así fue como fueron a parar al cortijo donde vivirían hasta muchos años después, cuando volvieron al pueblo. “Las Gloriosas”, que así se llamaba el cortijo, no tenía nada que ver con su augusto nombre, estaba medio abandonado hasta que ellos llegaron y se encargaron de resucitarlo plantando verduras, hortalizas y cereales, y llenándolo de los animales que les dio la señora, principalmente gallinas, pavos, pollos, conejos y más adelante hasta un cerdo por año para la matanza. De cada diez gallinas, mi abuela podía quedarse con dos, lo mismo con los animales que criara en el campo, el cereal que plantara y todo lo demás que naciera en aquellas tierras. Las gallinas eran flacas y arrugadas pues las pobres se mantenían de lo que encontraban en los alrededores del cortijo, y parece ser que no era mucho, pues mi madre dice que a algunas había que buscarlas a kilómetros de distancia a donde habían llegado persiguiendo a algún bicho con que alimentar sus tristes carnes. Por suerte la señora no sabía cuántas había realmente, de lo contrario no habrían podido explicarle que más de una se perdió en su odisea buscando algo que comer. 

Gracias a aquel lugar, a mi madre y a su familia no les faltó qué comer, ni en lo que ellos siempre llamaron “el año del hambre”. No tenían caprichos, pero no les faltaba el alimento. Mamá decía que a veces ella y su hermana, con la que se llevaba dieciocho meses, iban a los cortijos cercanos, más lujosos, en los que vivían los señoritos y algunas criadas les sacaban por la ventana pan con una onza de chocolate y un poco de aceite, y a veces, incluso un vaso de leche, con mucho cuidado de que nadie las viera, pues probablemente sus señores hubieran preferido tirar a la basura la comida a dársela a algún pobre, tan fresco estaba aún el resentimiento entre la población.

Según mi madre, su hermana Ángela hubiera sido la más bonita de todas de haber llegado a hacerse mayor, pero quiso la mala suerte que un día enfermara de unas extrañas fiebres que nadie supo tratar y muriera con apenas tres años dejando a la abuela sumida en la tristeza más profunda, la que nunca se supera, pues los seres humanos no venimos al mundo preparados para perder a nuestros hijos. Mamá siempre dice que la pequeña Ángela fue enterrada con un dedito vendado porque se había hecho una herida jugando en un cortijo vecino, y que mi abuela siempre culpó a aquel día de la desgracia de su niña, pues allí no hacía mucho que había muerto una cerda por culpa del tétanos. La abuela nunca creyó al médico cuando le dijo que la niña tenía pulmonía. Ella sentía que aquel diminuto arañazo que había podido cubrirse con un pequeño trozo de trapo se había llevado a su hija de su lado para siempre. Y si no hubiera tenido otras hijas a las que aferrarse, si esas otras manos pequeñas no hubieran ejercido de ancla invisible que la ataba a la tierra, la abuela se hubiera dejado morir para acompañar a la pequeña que se le fue. Decía que no podía soportar pensar que su hija estaba sola en algún lugar oscuro y frío y ella no podía ir a buscarla. Mamá me contaba que la abuela lloraba de noche y de día y que nunca dormía y si, en algún momento de agotamiento sus ojos, que normalmente estaban fijos en algún punto perdido y lejano, se cerraban unos segundos, se despertaba sobresaltada porque había oído el eco del grito lejano de su hija muerta. Y mientras la pobre mujer intentaba encontrar una razón para seguir levantándose por las mañanas, el abuelo soñaba con que el próximo hijo que tuvieran por fin sería un varón.

          El abuelo iba todos los meses al pueblo a cobrar su paga y allí se reunía con otros hombres que también trabajaban los campos, y bebía y comía sin pensar en las criaturas que le esperaban en casa como a agua de mayo porque sabían que con un poco de suerte, si él no se emborrachaba demasiado, a lo mejor probaban unas sardinas del pueblo. De todo cuanto había en casa, lo mejor siempre fue para él, y si alguna vez faltó un plato caliente en la mesa fue para la madre o para alguna de las niñas. En el cortijo no había camas, sino colchones llenos de lana, con suerte lo bastante recios para que los huesos no tocaran el suelo, que estaba empedrado y se clavaba en el cuerpo dejando un hueco en la carne que no llegaba a borrarse para cuando llegaba la hora de acostarse a la noche siguiente. Al menos había un fuego que siempre estaba encendido en los meses de más frío y que calentaba el puchero del que comerían todos ese día. A veces la abuela, no se sabe dónde, conseguía una naranja y la dividía en gajos que repartía entre todos. Si era una manzana, la cortaba en trozos y cada uno cogía uno. Y lo mejor de todo aquello es que ella sabía hacer pan. Mamá dice que si cierra los ojos todavía puede percibir el olor a pan recién hecho cocido en la lumbre y que jamás ha vuelto a probar nada parecido a ese manjar, no sabe si porque realmente era lo mejor que había tomado nunca, o porque el hambre no entiende de esas cosas. La abuela sabía muy bien cómo engañar al hambre con poca cosa, no en vano siempre había sido pobre, así que a veces hacía fideos de harina para añadirlos al cocido, que como mucho llevaba además algún hueso salado y alguna de las desgraciadas gallinas que no habían logrado escapar a su destino.

          Después de Ángela, la abuela tuvo por fin un hijo varón que se convirtió en la niña de sus ojos. Mamá dice que siempre le pareció algo extraño, pues tenía los ojos rasgados y los labios más gordos de lo normal, con su pequeña lengua siempre asomando, pero la abuela decía que era el niño más bonito que habían visto sus ojos y lo que sí es cierto, es que es criatura le devolvió a la abuela las ganas de vivir. Y por más que las señoras de los cortijos de alrededor se empeñaran en decirle que el niño no era normal, ella no se daba cuenta, o no quería verlo, porque por fin le había dado a su esposo lo que él tanto deseaba.

Pero la vida en el campo era dura. El cortijo estaba a un día de camino andando y sólo pasaba un autobús que paraba si llevaba sitio, de lo contrario seguía su camino. Por eso cuando el niño cogió la difteria, la abuela salió al camino y esperó al autobús con él bien acurrucado entre sus brazos pues hacía un frío que cortaba la respiración. Y esperó. Y esperó. Ella no sabía lo que tenía su hijo, sólo que tenía mucha fiebre y no quería comer. Aquel día el autobús pasó y la abuela, temiendo que no parase porque no llevaba sitio, se puso delante pues estaba decidida a llevar a su hijo al pueblo para que le viera un médico. Pero el autobús la esquivó. Y no paró. Y esa misma noche el pequeño murió ante los ojos de su madre que no podía creerse que la vida la castigara de nuevo con este dolor que no sabía por qué podía merecer.

A veces las desgracias superan hasta a los más fuertes, y la abuela sólo quería morir. De no haber sido porque sus dos hijas cuidaban de ella habría seguido el camino que quiso seguir desde que su niña se marchó. Dejó de comer, de dormir y hasta de hablar convirtiéndose en una sombra que de vez en cuando se levantaba para ir a mirar por la ventana, como si pensara que en algún momento su hijo iba a aparecer. Por entonces mi madre ya tenía ocho años, los mismos que tenía mi abuela cuando su madre murió, y se encargó de mantenerla con vida hasta que el dolor dejó un hueco en su estómago para el alimento y fue capaz de recuperar el sentido de la realidad.

La vida en el campo era muy difícil. Los inviernos eran fríos y duros; si eran secos, porque el aire cortaba el aliento como con un témpano; si eran lluviosos, porque el agua impedía incluso salir a buscar el sustento. Un invierno lluvioso podía alargar la época de la recogida de la aceituna casi hasta la primavera y por entonces el fruto ya estaría podrido de tanta agua y se perdería la mitad de la cosecha. Los veranos eran calurosos y secos hasta el punto en que había que salir al campo a las cinco de la madrugada para poder estar de vuelta antes de que el sol pudiera quemarte vivo. 

Ni mi madre ni su hermana habían ido nunca al colegio, probablemente ni siquiera habían oído hablar de él. El colegio era para los niños que al menos vivían en el pueblo, y para ellas era imposible acudir. Ni la abuela ni el abuelo sabían leer ni escribir, así que no pudieron enseñarlas a ellas. Sin embargo, un día un hombre llamó a la puerta y dijo que era un maestro de escuela que no tenía trabajo y que estaría dispuesto a enseñar a las niñas a leer y a escribir y al menos las cuatro reglas, como hacía con otros niños de otros cortijos de los alrededores, a cambio solamente de un plato de comida caliente. A la abuela le gustó la idea, pero el abuelo dijo que en su casa no entraba más hombre que él, y que si quería enseñar, bastantes niños había en los otros cortijos como para meterle en su casa. El abuelo siempre fue muy celoso de su mujer y de sus hijas así que aquella oportunidad pasó por su puerta para marcharse y no volver jamás. Hasta al cabo de muchos años no descubrirían mi madre y mi tía cuánto habían perdido por estar en aquel lugar, cuántos días de colegio y tardes en la plaza con otros niños, cuántos juegos y canciones, cuántos libros por leer e historias que descubrir. Mamá solía contarme que su hermana pequeña todos los años recibía una o dos bofetadas cuando llegaba la época de la feria del pueblo, porque una vez que iba a verla, ya no quería volver y, al contrario que mi madre, que era mayor y más lista, lloraba y pataleaba hasta que la primera bofetada aterrizaba en su mejilla. Con suerte una sería suficiente, sin embargo, a medida que pasaban los años, a veces hicieron falta dos.

Las dos hermanas solían trabajar en el campo acarreando lo que sus pequeños cuerpos podían soportar: algodón, aceitunas que habían quedado en el suelo en la última cosecha, garbanzos o cebada. No es de extrañar que al final las dos acabaran por no tener ningún hueso en su sitio con los años. Mi madre dice que por eso ella no creció suficiente, porque mientras estaba en edad de comer, crecer y jugar, se pasaba el día trabajando de sol a sol como un peón cualquiera de los que pasaban por allí.

Una vez estaba mi madre jugando en un cortijo cercano con una de las hijas de la señora que se entretenía mucho con su compañía y el dueño del cortijo le dijo que había nacido una piara de cerdos y le ofreció el más pequeño como regalo. ¡Cómo volvía aquella niña de orgullosa con su cerdito entre los brazos! Más parecía que llevara un bebé que un animal. A partir de aquel momento todos los años le daban al cerdito más pequeño para que ella le alimentara y le cuidara hasta la época de la matanza. Mi madre buscaba todo lo que se pudiera comer para dárselo al cerdo pues de ello dependía una buena cantidad de alimento para todo el año: carne, jamón, chorizos, morcillas y tocinos. Llegó a engordar a uno en más de doscientos kilos, pero ese no llegaron a probarlo porque se lo llevó la señora una vez lo hubieron matado. Era tan hermoso. 

La señora era una solterona alta y de buen ver, pero demasiado orgullosa como para someterse a un hombre con la mentalidad de la época. Decían que una vez tuvo un novio pero que murió joven de una extraña enfermedad y que por eso ella no había vuelto a mirar a ningún hombre. Sin embargo, gracias a lo que mi madre me ha ido contando de su comportamiento para con ella y para con las personas que la rodeaban, nunca me la he podido imaginar amando a alguien que no fuera ella misma. Altiva, caprichosa, siempre pendiente de lo que se llevaba y lo que no, y también algo cruel con los que más hubieran necesitado algo de respeto. Doña Luisa, la llamaba todo el mundo. Doña Luisa tenía más de una sobrina, pero a la que más le gustaba bajar al cortijo con ella a su sobrina Carmencita, una niña preciosa e inocente que, ajena al motivo real por el que su tía visitaba Las Gloriosas de vez en cuando, que no era otro que contar los animales que había, llevarse todo lo que pudiera y echar un vistazo a las tierras, se divertía enormemente jugando con las dos niñas de mi abuela, mi madre y mi tía. Durante una de estas visitas la abuela se encontraba recogiendo algunos trastos de la habitación que habían destinado a ser la despensa y, por casualidad, miró por la ventana y sonrió al ver cómo su hija mayor jugaba con Carmencita. La niña, que tendría más o menos la misma edad de mi madre, le había cambiado sus preciosos zapatos de charol por las sandalias gastadas de goma que llevaba mi madre y andaba caminando como una modelo por una pasarela, ésta de tierra y polvo. Las dos crías reían a carcajadas mientras la abuela confirmaba que nadie nace clasista, ni probablemente ninguna otra palabra terminada en este sufijo. La sociedad y la cultura, la realidad del momento, hace a cada uno lo que es, poco a poco, moldeando al individuo como si de una bola de arcilla se tratase hasta transformarlo en una figura perfecta del ajedrez del bando donde le hubiera tocado jugar. Las risas de Carmencita y el hecho de que le costara un disgusto devolverle a mi madre sus viejas sandalias cuando tuvo que volver al pueblo, lo demostraban.

Aunque ninguna de las dos hermanas fue a la escuela, lo mismo que su madre y la de ésta antes que ella, la abuela siempre procuró enseñar a sus hijas lo poco que ella había aprendido de la vida a base de fracasos. Mi abuelo solía mirarla a veces mientras ella aconsejaba a sus hijas y decía despectivamente: “¡Ya está otra vez la maestra!”, porque mi abuelo no supo que quería a mi abuela hasta que fue demasiado tarde y ya no tuvo tiempo de decírselo. Ella sabía muchos refranes antiguos pues tenía siempre el oído atento, la lengua taimada y una muy buena memoria. Entre los favoritos de mi madre, que yo he oído en casa desde que puedo recordar, se encontraba el referente al dinero: “Hijas mías, cada uno se estira hasta donde tiene sábana”. Así trataba de explicar a las niñas por qué ellas no tenían vestidos ni caprichos aunque no les faltara para vivir porque cada persona puede permitirse lo que su situación le deje. Y cuando alguna de ellas se encontraba ante una situación que creía que no iba a poder superar, ella siempre decía: “Tú duro y yo sin prisas, le dijo el perro al hueso”,  para que no cejaran en su empeño por mayores que fueran las dificultades con que se encontraran. Y cuando quería explicar a las niñas el amor incondicional que una madre profesa a todos y cada uno de sus hijos, les decía: “¿Qué dedo de la mano me corto que no me duela?” Porque realmente la abuela hubiera sido una gran maestra de haber tenido la oportunidad, y al igual que inculcó a sus hijas el respeto por los demás, la importancia del tesón y el trabajo y la piedad por los más necesitados, lo mismo hubiera hecho con una clase llena de niños de mentes vírgenes. Cuando mi madre o mi tía se quejaban de que no tenían vestidos, o zapatos, o cualquier otra cosa que la abuela no consideraba de primera necesidad y que además no se podían permitir, ella siempre les decía que no hay que mirarse en el que tiene más, sino en el que tiene menos y sería feliz con un plato caliente y un trozo de pan de los que a ellas no les faltaba. Es cierto que mi madre no podía quejarse demasiado, pues al ser la mayor era ella la que heredaba lo que las sobrinas de la señora desdeñaban por viejo o por pasado de moda. Entonces la abuela lo lavaba y lo planchaba con apresto dejándolo como nuevo. Pero claro, un año y otro año con el mismo par de vestidos, ya llenos de remiendos y ajustados era una desgracia para una niña. Y entonces la abuela le decía: “Mira a tu pobre hermana, que tiene que ponerse ahora lo que tú ya has disfrutado nuevo”. 

También me contó mamá en alguna ocasión que una vez, por casualidad, vio cómo mi abuelo le cruzaba la cara a su mujer con la cuerda que usaba para atar a las bestias con las que trabajaba el campo. Dice que lo que realmente le sorprendió fue que simplemente se llevó la mano al rostro y se marchó sin decir nada, y lo que realmente le dolió fue darse cuenta de que este descubrimiento había sido por casualidad, y si como decía su madre, el que te da una bofetada te da dos, ¿cuántas veces había pegado su padre a su madre arropado por el silencio más absoluto?¿Cuántas veces nadie la había consolado, ni sus propias hijas, porque no sabían lo que ocurría?

¡Cuánto me hubiera gustado poder hablar con ella aunque sólo fuera un rato! Le hubiera pedido cada detalle de su vida y, sobre todo, hubiera intentado comprender de dónde sacó tanta fuerza para soportar tanta adversidad.

Cuando por fin se trasladaron de nuevo al pueblo con sus tres hijas, pasados ya más de veinte años, parecía que la vida iba a empezar a sonreír a la mujer rubia de los ojos del color de dos bolas de gaseosa. Cada una de sus hijas había encontrado el amor y un camino que seguir adelante para forjar sus propias historias. Los nietos empezaron a aparecer en breve, gracias a mi madre, que fue la primera que se casó y tuvo un hijo varón, orgullo de mi abuela nada más nacer. Vio una segunda nieta, esta vez fruto de su segunda hija, y luego una tercera, yo, que fui la siguiente en llegar. Hasta Manuela, la hija pequeña, se había casado y había tenido también su primer hijo, otro varón. Y sólo pudo conocer al último porque la abuela y su hija Juana habían coincido en el hospital, la una para despedirse de este mundo que hasta en sus últimas horas se negaba a darle un respiro, la otra para traer una nueva vida, la del más pequeño de la familia hasta el momento. La hija, que acababa de dar a luz, bajó a la habitación de su madre con el niño en brazos pues sabía que si no lo hacía probablemente no llegaría a verle. La abuela, ya ni sombra de la mujer alta y fuerte que siempre fue, consumida por el dolor y la enfermedad, besó al niño y le dijo: “Hijo de mi vida, te doy la bienvenida y me despido de ti”. Días después murió ajena al hecho de que había dejado un legado en las vidas de sus hijas que nadie sería capaz de borrar, y sin saber que un día una de sus nietas escribiría un pequeño relato como humilde homenaje a la mujer más valiente de la que jamás había oído hablar y cuya sangre se siente orgullosa de llevar en sus venas.

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